El barco navega tranquilamente por el Océano Pacífico, mientras el sol comienza a descender por detrás de las colinas donde está la ciudad. La tristeza que creí ver en mis compañeros de tren cuando llegamos dio paso a una euforia descontrolada. Todos nos comportamos como si fuera la primera vez que viéramos el mar; nadie quiere pensar en que pronto estaremos diciendo “adiós”, prometiendo que volveremos a vernos en breve, convencidos de que esa promesa es sólo para hacer más fácil la despedida.
El viaje está acabando, la aventura está llegando a su fin, y en tres días todos estaremos de regreso en nuestras casa, donde abrazaremos a nuestras familias, veremos a nuestros hijos, miraremos mares de fotos que sacamos, contaremos historias sobre el tren, las ciudades por las que pasamos, las personas que se cruzaron por nuestro camino.
Todo para convencernos a nosotros mismo de que aquello realmente sucedió. De aquí a tres días, de vuelta a la rutina diaria, la sensación será de que nunca salimos y fuimos tan lejos. Claro, tenemos las fotos, los boletos, los recuerdos que compramos por el camino, pero el tiempo, único, absoluto, eterno señor de nuestras vidas, nos estará diciendo: tú estuviste siempre en esta casa, en este cuarto, ante esta computadora.
¿Dos semanas? ¿Qué son en una vida entera? Nada cambió en esta calle, los vecinos siguen comentando los mismos asuntos, el periódico que fuiste a comprar en la mañana trae exactamente las mismas noticias (…).
No, nada cambió. Sólo nosotros, que viajamos en busca de nuestro reino y descubrimos tierras que nunca habíamos pisado antes, sabemos que somos diferentes. Pero cuanto más explicamos, más nos convencemos de que ese viaje, como todos los anteriores, existe solamente en nuestra memoria. Tal vez algo para contar a los nietos, o eventualmente escribir un libro al respecto, ¿pero qué podremos decir exactamente?
Nada. Quizás lo que sucedió allá afuera, pero nunca lo que se transformó aquí dentro.
Aleph. Pablo Coelho
QUE GANAS DE VIAJAR OTRA VEZ